sábado, 27 de febrero de 2016

Cerrado por si acaso (I)

Interesante artículo de Javier Mato sobre los fijos discontinuos. El Mundo

Cerrado por si acaso (I)

Desde siempre, cada vez que uno de nuestros políticos tiene que hacer un discurso que quede bien pero que no diga nada comprometedor, aborda la lucha contra la estacionalidad turística. Es un asunto ideal para hablar sin decir nada: suena importante al tiempo que sabemos que es un brindis al sol. No en vano llevamos más de cuarenta años hablando de lo mismo, sin que hayamos avanzado ni un milímetro. Ni nos lo hemos propuesto. Por eso es que ni los medios de comunicación, ni la sociedad en general se molestan por el eterno incumplimiento de esta promesa, que todos escuchamos sabedores de que es un tópico, como hablar del tiempo en el ascensor o quejarnos de los precios de los mariscos en Navidades. Las frases del programa electoral de 1983 de todos los partidos sirven perfectamente en 2015, porque nada ha cambiado. Ni siquiera el desinterés con el que se redacta. Del razonamiento que había detrás, que decía que es mucho mejor hacer un hotel que abra doce meses al año que no dos hoteles que sólo abran seis meses, no queda ni rastro. Es pura verborrea para los discursos.
Paralelo al desprecio arraigado por este asunto, nuestras zonas turísticas profundizan en su desertización. Alcúdia, Cala d'Or, Magaluf, Peguera e incluso la Playa de Palma son en invierno escenarios que recrean la imagen de Prypiat, la ciudad vecina a Chernobyil, en Ucrania, sin habitantes desde 1986. Ocasionalmente los periodistas acceden allí y muestran comercios cerrados, pisos abandonados, cristales sin limpiar, calles desiertas. Como en nuestras zonas turísticas: cero hoteles abiertos, cero bares, cero comercios, lámparas envueltas en bolsas de basura, luminosos embalados en cartón. Ni siquiera las farmacias y licorerías, imprescindibles para una urgencia, tienen turnos en temporada baja; ya se imaginan qué queda del comercio.
En la costa oeste de Gran Bretaña, un poco al norte de Manchester, existe un «seaside resort» llamado Blackpool. Es uno de las varias docenas de enclaves costeros a los que los británicos suelen ir de vacaciones, aunque Blackpool probablemente sea el más grande. Su origen, como casi todo en ese país, es victoriano; cuando la industrialización permitió la aparición del turismo. O sea, su oferta es más bien antigua. Hay 257 hoteles en la propia Blackpool y hasta 500 si contamos las áreas vecinas. La ciudad tiene 140.000 habitantes (260.000 contando con su área de influencia), de los que 19.400 trabajan en el turismo vacacional (un 15% de todo el empleo local). En 2014, Blackpool recibió algo más de 13 millones de turistas. No es la mejor cifra de su historia, pero sí la mejor de los últimos diez años. No les digo lo que es el clima, especialmente en invierno: el viento procedente del mar de Irlanda azota la costa de Blackpool con tal sadismo que, combinado con bajas temperaturas y una persistente lluvia, hace pensar que la ciudad está redimiendo una pena ancestral.
Sin embargo, ni un hotel de Blackpool cierra en invierno. Ni un restaurante. Sólo dejan de funcionar las atracciones al aire libre, si es que no se las lleva el viento. El indicador de que la actividad se mantiene es que el tranvía, que en julio, agosto y septiembre tiene unos 500 mil usuarios mensuales, en diciembre, enero y febrero roza los 200 mil. Es menos, claro, pero lejos de los cierres a cal y canto que conocemos en nuestras costas españolas.
Esto no ocurre únicamente en este enclave, sino en todos los lugares turísticos del país. Los datos oficiales de estacionalidad del paro indican que, entre el mes de julio y el de enero, la oscilación es de un 0,5 por ciento del empleo. En el caso más extremo, en el resort de Skegness, en la costa este, la variación es de dos puntos porcentuales.
¿Cómo es posible que los hoteles vacacionales británicos estén abiertos en sus horribles inviernos, cuando en ese mismo momento en España nosotros tenemos un clima que en muchos casos es más acogedor que el que ellos tienen en agosto? ¿Cómo puede ser que nuestras zonas turísticas parezcan ciudades abandonadas, mientras ellos mantienen su oferta todo el año? Aquí hay algo que no funciona, que no concuerda. Para mí, esa diferencia es la legislación laboral.
En 1984, durante el primer mandato socialista, el Gobierno decidió paliar el problema de la estacionalidad turística creando la figura del fijo discontinuo. Se trata de un tipo de contrato laboral que, pese a que hace más de treinta años que existe en España, curiosamente no ha sido copiado por ningún otro país de Europa. Quizás esto nos debería hacer pensar. Este contrato permite al trabajador estar empleado en una empresa estacional y pasar a cobrar el paro en los meses en que no tiene empleo. Como es fijo, al inicio de la siguiente temporada reinicia su relación con la empresa. El Estado, o sea todos los ciudadanos, pagamos el salario de esos cinco meses -este es el promedio que dura la temporada baja. La figura laboral tiene su lógica: la estacionalidad no ha de caer sobre las espaldas del trabajador; no sería admisible que en noviembre se le despida hasta abril o mayo y en esos meses dejarle que se apañe.
Sin embargo, esta legislación tiene consecuencias no esperadas, apenas estudiadas y muy difíciles de medir: el desincentivo para extender la temporada, para reducir la estacionalidad. Si el empresario tuviera que hacer frente a costes laborales fijos durante todo el invierno, o siquiera a las indemnizaciones de despido de cada mes de noviembre, su imaginación comercial se tendría que extremar para que el invierno no se lleve todas las ganancias del verano. Así es en todos lados, menos en España. Aquí esta legislación genera un efecto perverso: se gana todo lo posible en verano y se cierra el día en el que hay el más ligero riesgo de no ganar. Simplemente porque cerrar supone un coste cero, dado que el Estado se hace cargo de la factura.
En todos los negocios hay momentos de grandes ingresos y otros en los que se pierde. Todo el mundo querría estar sólo para las ganancias, pero los negocios son así. ¿Cuántos comercios cerrarían ciertos días del mes? ¿Cuántos restaurantes no abrirían cuando llueve? ¿Cuántos taxistas se quedarían en casa en enero? ¿Cuántos teatros suprimirían ciertas funciones? ¿Cuántos supermercados deberían cerrar algunos de sus servicios que no son rentables? En cambio, esta legislación laboral crea el desincentivo perfecto para clausurar todo en invierno: cierro cuando no tenga garantizado el beneficio y el Estado se encarga de los costes. O sea, todos pagamos para que algunos sólo abran si ganan. Ni un milímetro de riesgo; ni un segundo de dudas. Cerramos por si acaso perdemos un euro.
Con el paso de las décadas, todo el sector turístico ha aprendido a adaptarse a esta realidad: cero promoción, cero creatividad, cero innovación para el invierno. No perdamos el tiempo porque, aunque podría ir bien, siempre habrá riesgo. ¿Para qué queremos riesgo? Así, el horizonte de nuestro empresariado es el de grandes ganancias en verano y cero pérdidas en invierno. Fantástico. Los que pagamos tenemos espaldas anchas.
La semana que viene les explicaré qué nos dicen fuera de esta situación absurda.
Javier Mato es periodista y profesor del CESAG.

 

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